sábado, 1 de noviembre de 2014

Tío Cortao

Viernes, se presentan los típicos nervios que siente cualquier niño la noche antes de un gran acontecimiento. El sábado por la mañana, muy temprano, mi padre iba a llevarme al hundimiento de un pesquero. Por lo visto el dueño entregaba el buque a la Comunidad Europea, a cambio de alguna subvención. La teoría es que una embarcación en el fondo del mar, es como un parque de atracciones para la flora y fauna de este ecosistema. Por otra parte, se elimina un buque de la flota, que es siempre una magnífica noticia para el hábitat marino.

Mi padre era el mecánico de una embarcación de cerco que tenía el primo de él. El término mecánico, también llamado "motorista", hace referencia a la persona encargada de que el sistema de propulsión y los demás componentes del barco funcionen correctamente. A parte de ser responsable de la sala de máquinas, también era un marinero más de la tripulación. Su primo, era el armador de dos navíos. En uno, el más grande y portentoso, iba mi padre de mecánico y el hijo de su primo, mi primo, de patrón. En el otro iba su primo de patrón y un mecánico, que no era de la familia pero como si lo fuera. La nave encargada de llevar a remolque al barco que iba a ir a pique, era esta última, que curiosamente eran iguales.

La tripulación constaba de dos personas, mi primo y mi padre. Los pasajeros éramos muy variopintos. Un cámara, una reportera, un realizador, un fotógrafo, el dueño de la embarcación a hundir y un crio de unos catorce años, yo.

A mis ojos todo aquel despliegue de medios sin precedentes, se asemejaba a cualquier documental del National Geographic. Estaba flipando. Que si una foto por aquí, cuatro planos por allá, una toma de la reportera con el pantalán a sus espaldas... vamos de alucine. A día de hoy no se a que venía tanto alboroto, ya que esta práctica, por aquellos entonces, era bastante habitual.

Nos encontrábamos dispuestos a soltar amarras. Los preparativos más que comprobados. Las dos embarcaciones emparejadas orla con orla bien amarradas. Hacía buen tiempo, una mar tranquila sin apenas viento. El día ideal para llevar a cabo aquella gran gesta.

Por fin navegábamos, ya salíamos de puerto, estábamos en acción. Yo en el puente junto a mi primo. Mi padre subía y bajaba de la sala de máquinas para comprobar que todo marchara bien. Ese no era su barco y debía estar algo más pendiente de lo habitual. El resto de pasajeros en la proa, recibiendo el ir y venir del leve oleaje en sus caras. A mi aquella situación, de ver a esos profesionales de la imagen recibiendo bofetadas de agua salada, me parecía de lo más tronchante. El punto fijado era a unas millas frente a La Punta de la Mora, que se distinguía perfectamente.

Paramos máquinas, los carretes y las cintas de video sacaban humo, no perdían detalle. La chica entrevistando al dueño del pesquero minutos antes de ir a pique. -¡Qué gran reportaje!-

-Vale, ¿y ahora qué? ¿Cómo vamos a hundirlo?- Por lo visto habían sellado los grifos de fondo de tal manera, que su extracción fuera inmediata. Así que solo faltaba saltar allí, bajar a la sala de máquinas, destaponar los grifos de fondo; por estos entraría agua con tal violencia que sería capaz de llenar una piscina olímpica en apenas minutos; acto seguido subir a cubierta y con el barco medio hundido volver a saltar al firme buque. -¿Quién es el valiente que va a realizar este simple acto?- Mi padre. Allí estaba él. Como si lo hubiera hecho toda la vida. No conocía un carajo aquella embarcación a punto de convertirse en el Port Aventura de los peces, pero a él no le temblaba el pulso y así lo hizo. No llegaría al minuto y la situación ya estaba resuelta. Lo tenía de vuelta a mi lado y yo con el pecho más inflado que un palomo lleno de trigo.

-Pues ya está, queda poco, apenas se ve la cubierta, ya lo tenemos a ras de orla... sí, está a ras de orla... a ras de orla lo tenemos...- ¡Coño! ¡Que no tiraba para abajo! El listo que había calculado el lastre necesario para que el navío se hundiera, se había quedado corto.

Allí estaba, a medio hundir. El asombro y la inquietud contaminaban el ambiente y se extendían como un virus letal, que crecía exponencialmente al tiempo que pasábamos contemplando aquel incidente. ¿Qué hacer en estos casos? Nadie lo sabía, estas cosas nunca fallan. Un barco con una vía de agua, se hunde. ¡Eso es así! En este caso, se medio hunde. Como ante cualquier imprevisto en el mar, llamamos por radio a Capitanía Marítima. Ellos son los encargados de sopesar la situación, hacer una valoración de los hechos y dar una solución. Aquí se lucieron. La solución era que nos mantuviéramos dando vueltas alrededor del pesquero a pique, hasta que se hundiera del todo y sí lo hicimos, por un rato.
  
(Continúa el 8/11/2014 - Héroes)

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